jueves, 4 de febrero de 2010

Modos de Hablar

Teniendo un acierto tan feliz como la palabra para comunicarnos y ensanchar las fronteras del espíritu, incomprensiblemente nos empeñamos en descomunicarnos los unos de los otros nombrando a las cosas de distinta manera. La diversidad de idiomas tiene sus ventajas, pero al precio de bastantes perjuicios: une porque disgrega, incorpora porque margina, y enriquece a la totalidad empobreciendo a las partes. A más idiomas, más rico el universo lingüístico y más pequeñas las comunidades. Como no queremos prescindir de nuestra lengua y tampoco podemos evitar el estar condenados a entendernos, lo solucionamos aprendiendo los idiomas de los países hegemónicos.

Nadie puede negar lo maravilloso que sería poder leer a los escritores favoritos sin traducir y sin necesidad de aprender otras lenguas. Pero ¡qué remedio!, las cosas son como son y estamos dispuestos a conformarnos con el valor histórico y cultural que encierra cualquier idioma, dialecto o incluso pronunciación o modo especial de hablar en cada lugar, por pequeño que sea. Un valor muy en boga y al que no tengo nada que alegar. Lo que no parece coherente es enaltecer esos valores idiomáticos y, al mismo tiempo, pretender unificar el idioma artificialmente en base a los límites geográficos del poder regional. Puestos a ser prácticos, lo más conveniente sería que todos habláramos y escribiéramos Esperanto. Si se trata de conservar historia y cultura, cada lugar debería conservar la suya por incómodo que sea; mientras más diversidad más riqueza cultural. A mi parecer, lo más sensato sería dejar que transcurra esa cultura con naturalidad, según las circunstancias, el deseo y la conveniencia de los interesados. No veo la razón por la que un gallego, por ejemplo, tenga ahora que aprender otro gallego distinto del que está acostumbrado a hablar. ¡Qué necesidad hay de dictar esas normas ni de forzar el curso de la historia!

Begoña Medina

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